Publication Date: 01-04-2020
El Sol de México
La Prisión Central de Kigali en Ruanda se encontraba en una fortaleza construida en los tiempos del colonialismo belga, que a primera vista luce imponente e impenetrable. Sus muros altos y antiguos tienen un color arena rosado que al instante transportan al espectador a otra época. A lo mejor por eso, a esta prisión de máxima seguridad se le conoció como la “1930”. En ella se alojaba a un número importante de convictos que participaron en el genocidio de 1994 que cobró la vida de cerca de un millón de tutsis y hutus moderados en ese país.
El interior de la prisión “1930”, no era menos impresionante. Cualquiera hubiera esperado que los reclusos responsables de cometer genocidio tuvieran un aspecto abominable al haber tenido responsabilidad en la comisión del “crimen de crímenes”. Sus rostros, sin embargo, no reflejaban el horror de los asesinatos en masa, violencia sexual generalizada y martirio al que fueron sometidas las víctimas de este terrible episodio. A primera vista, los genocidas de la prisión “1930” parecían gente ordinaria. De hecho, si no se supiera, nadie podría imaginar que esos individuos formaron parte de la carnicería genocida de esa primavera de 1994. Lo escalofriante es que los crímenes genocidas en su abrumadora mayoría fueron cometidos básicamente por personas ordinarias de la población.
No menos intrigante, sino inesperado, fue escuchar lo que respondió uno de los reclusos a la pregunta del porqué lo había hecho, a lo que dijo que él “sólo se iba a trabajar,” lo cual significaba que iba a matar. Angelique Hitiyaremye - una viuda con cinco hijos varones todos muertos en el genocidio y, que hoy dirige una ONG en Kigali que busca la reconstrucción del tejido social desde la tragedia – explicó que la población que participó en el genocidio, en su mayoría hombres, eran personas como cualquier otra, vecinos, compañeros de trabajo, gente común y corriente que se les hacía “normal irse temprano a trabajar y regresar cansados por la noche”.
Los rostros ordinarios e incluso calidez de los reclusos en una atmósfera casi provincial de la “1930”, transmitía una sensación no solo de normalidad sino banalidad que causaba conmoción. Como si se hablara de algo común y corriente como “irse a trabajar” por irse a matar de los participantes de la hecatombe genocida. Porque la expresión “irse a trabajar,” que vino a significar matar a los tutsis, quedó bien documentada en los juicios que llevó a cabo el Tribunal Penal Internacional de la ONU para Ruanda. En uno de ellos, el acusado Georges Ruggiu, un periodista y locutor de la Radio Televisión Libre de Mille Collines de Kigali, enfrentó cargos de incitación a cometer genocidio desde este medio. Admitió que desde la Radio se urgía a la población a “irse a trabajar”, lo cual no era otra cosa que alentarlos a “matar tutsis y hutus oponentes en el gobierno de transición.”
El genocidio en Ruanda fue tan masivo como ensordecedor, porque un número importante de la población ruandesa hutu se volcó en la orgía genocida. Gente común, enloquecida e intencionalmente armada por sus líderes con machetes, picos, palos y toda clase de cuchillos para causar el mayor sufrimiento posible. Las armas de fuego quedaron descartadas por ser clementes, contó Alphonse, cuya mirada reflejaba desolación a más de dos décadas de la matanza en la iglesia Nyamata, de la cual se desempeñaba como guía.
Ruanda ha sido históricamente un polvorín de rivalidades étnicas. Las matanzas entre los grupos Hutu y Tutsi siempre han existido y pareciera que los recelos aún los acompañan. A lo mejor por eso no hay arrepentimiento y sí justificaciones frívolas de genocidas condenados. Así lo demostró Innocent Sagahutu, genocida condenado por el Tribunal Penal Internacional de la ONU para Ruanda. En la declaración oral de su juicio de apelación en el 2013 se mostraba más preocupado por su honra y linaje que por los hechos probados en su contra. Con ira en su mirada que rayaba en incomprensión, Sagahutu, vestido con un turbante de impecable algodón blanco, se dirigió a los jueces de la sala y les dijo que el mayor castigo que podría obtener con su sentencia era el escarnio y estigma social. Esto no sólo lo rodeaba a él como genocida sino también a su familia, por generaciones. Pidió, casi de manera solemne, clemencia en la reconsideración de su sentencia.
El talante masivo de lo acontecido en Ruanda en 1994 y la banalidad de los hechos en la apreciación de los perpetradores del genocidio es inaceptable. Es inaceptable la muerte de cientos de miles de víctimas cuyos verdugos fueron personas de aspecto ordinario. Mismos que hicieron cosas, en su imaginario, también ordinarias.
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