Fecha Publicación: 30-04-2025
Han sido los pasados días de aspavientos y lugares comunes proferidos tras la muerte del Papa Francisco. Post mortem le han llovido los títulos elogiosos, como el de innovador líder moral, cuanto las críticas, de propios y extraños, hacia aquello que se juzga defectuoso en sus años de pontificado. En este tono, se ha dicho que buscó dar gusto a todo el mundo. Algunos han sabido reconocer que nunca terminó por ser del todo querido ni entre progresistas ni entre conservadores. Si no dio gusto ni a unos ni a otros es porque no era ésa su motivación, pues más bien, en sus declaraciones, recurría a principios éticos mucho más perdurables.
Parte de esta insatisfacción entre las partes es palpable en los esfuerzos del finado pontífice por mediar y abonar a la paz entre Rusia y Ucrania. A los seguidores de Zelenski, de Von der Leyen, habrá hecho gracia aquel apercibimiento del santo padre al patriarca Cirilo de Moscú, con que lo exhortó a no convertirse en el “monaguillo de Putin”, mas poca diversión les causó el llamado del sucesor de Pedro a considerar, como medida de prudencia y tras varios años de guerra y muerte, el izamiento de la blanca bandera en señal de rendición. Habrían deseado que tan importante personalidad se sumara sin la menor reflexión a la estruendosa condena contra Putin y contra Rusia, condena ocasionalmente acompañada de un velado desdén por la vida, incluida la de los ucranianos. No fue ésa la vía que tomó el romano jerarca.
No queda duda –las notas periodísticas lo atestiguan– de que el Papa lamentó en muchas ocasiones el sufrimiento atroz causado por la guerra y expresó su pesar, bandera ucraniana en mano, por las víctimas de la masacre de Bucha. El continuo llamado del pontífice a terminar la guerra no cesó. Aun así, se condoleció también de las otras víctimas, las del lado ruso, incluso cuando quien perdió la vida fue Daria Dúguina, hija del tan polémico Aleksandr Duguin, llamado hasta el cansancio, pero imprecisamente, “el ideólogo de Putin”. Más aún, aunque Francisco rebatió las justificaciones religiosas de la guerra, con las que la iglesia ortodoxa rusa ha tratado de legitimar la contienda, al aducir Cirilo de Moscú que Putin libra una guerra santa contra el “malvado Occidente”, el Papa rechazó también medidas arbitrarias en Ucrania, como la prohibición en agosto de 2024 de toda actividad de la iglesia ortodoxa ucraniana, por considerarla las autoridades de ese país como vinculada con el patriarcado de Moscú, del cual, en realidad, se había desligado en 2022.
Se torna comprensible que, como resultado de acciones y declaraciones que no se alinean con las preferencias de ninguno de los bandos, el modo de proceder del Papa terminase por no agradar a ninguno. Precisamente esa falta de alineación era necesaria para poder presentarse como un posible mediador. En efecto, este papel pudo desempeñarse, por ejemplo, al facilitar la Santa Sede intercambios de prisioneros con miras a la reunificación familiar, preocupación primordial en el caso de niños desplazados por la guerra. Francisco supo comprender, en su ejercicio de la diplomacia papal, que la demonización y deshumanización del adversario –eso que está tan de moda en nuestros tiempos– se torna contraproducente y no contribuye a la paz duradera, esa paz, que, en sus principios, va más allá de la ausencia de guerra, pues se trata del fruto de la escucha profunda, la empatía y el perdón misericorde.
A diferencia del patriarca Cirilo, el Papa rehuyó brindar respaldo absoluto, inflexible, a una de las partes en disputa. Más bien, se posicionó como voz que clama pidiendo paz –ya hemos dicho cómo la entendía– y que hace ver sus yerros a quien los comete, sin importar su bando. Por eso, su actuación diplomática en el marco de la guerra en Ucrania no ha dejado satisfechos a los grandes e influyentes públicos, que, en ocasiones, prefieren que se les dé la razón, aun a costa de victimar a la verdad.
* Asociado alumno del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (Comexi) en la Unidad de Estudio y Reflexión Rusia+.
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Participación en El Sol de México